Ya han
cosido a Jesús al madero. Los verdugos han ejecutado despiadadamente la
sentencia. El Señor ha dejado hacer, con mansedumbre infinita.
¿Era necesario tanto tormento? El
pudo haber evitado todo eso, las amarguras, las humillaciones, los malos
tratos, aquel juicio injusto, la vergüenza, los clavos... Pero quiso sufrir
todo eso por ti y por mí. Y ¿cómo no vamos a saber corresponder?
Es
muy posible que alguan vez, a solas con un crucifijo, se te vengan lágrimas a
los ojos. No te domines, llora… Pero que el llanto no quede ahí, que tenga un
firme propósito en tu vida.
Ahora
crucifican al Señor, y junto a Él a dos ladrones, uno a la derecha y el otro a
la izquierda. Entretanto Jesús dice: “Padre, perdónalos porque no saben lo que
hacen”. (Lc 23: 34a)
Es
el Amor el que ha llevado a Jesús al Calvario. Y ya en la Cruz todos sus gestos
y sus palabras son de amor, de amor sereno y fuerte.
“No
se mencionan ni su padre ni su madre: aparece sin antepasados. Tampoco se encuentre
el principio y el fin de su vida. Es la figura del Hijo de Dios, el sacerdote
que permanece para siempre”. (Heb 7: 3)
Junto
a los martillazos que enclavan a Jesús, resuenan las palabras proféticas de la
Escritura Santa: “Como perros de presa me rodean, me acomete una banda de
malvados. Mis manos y mis pies han traspasado. Y contaron mis huesos uno a uno.
Esta gente me marca y me vigila” (Sal 22: 17-18).
“Pueblo
mío, ¿qué te he hecho yo y en qué te he molestado? Respóndeme.” (Miq 6: 3)
Y
nosotros, rota el alma de dolor, decimos sinceramente a Jesús: soy tuyo, y me
entrego a Ti, y me clavo en la Cruz gustosamente, siendo en las encrucijadas
del mundo un alma entregada a Ti, a tu Gloria, a tu redención, a la
corredención de la humanidad entera.
Amo
tanto Cristo en la Cruz, que cada crucifijo es un reproche cariñoso de Dios: Yo
sufriendo, y tú… cobarde. Yo amándote, y tú… olvidándome. Yo pidiéndote, y tú…
negándome. Yo aquí, el Sacerdote Eterno, padeciendo todo lo que se puede por
amor tuyo… y tú te quejas ante la más mínima incomprensión, ante la humillación
más pequeña.
¡Que
hermosas las cruces en los monumentos, en los templos, en las cumbres de los
montes! Pero… la Cruz hay que insertarla también en las entrañas del mundo.
Jesús quiere ser levantado en alto, ahí, en el ruido de las fábricas y de los
talleres, en el silencio de las bibliotecas, en el fragor de las calles, en la
quietud de los campos, en la intimidad de las familias, en las asambleas, en
los estadios… Allí en donde el cristiano gasta su vida, en su ambiente, allí
debe poner con su amor, la Cruz de Cristo.
Antes
de empezar a trabajar, pón sobre la mesa, o junto a las herramientas de tu
labor, un crucifijo. De vez en cuando, échale una mirada… Cuando llegue la
fatiga, los ojos se irán a Jesús, y hallarás renovadas fuerzas para seguir.
Porque ese crucifijo es más que el retrato de una persona querida, Él es todo:
Tu Padre, Tu Hermano, tu Amigo, tu Dios, y el Amor más grande.
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