
Esta es la segunda parte de la crónica de las persecusiones romanas contra los cristianos. Anteriormente dijimos que fueron diez en total, antes de que el emperador Constantino decretara a la religión cristiana como la oficial del imperio y por encima de las religiones paganas.
Acá van las otras cinco restantes.
Sexta persecución, bajo Maximino Trax, alrededor del año 236. — Por razón de muchos terremotos, que los paganos atribuían al olvido de sus dioses, se demandó otra persecución de los cristianos con el grito de: «¡Los cristianos a los leones!». Dos papas, Pontiano y Antero, y muchos otros, sufrieron martirio.
Séptima persecución, bajo Decio, cerca del año 250. — Ésta, la persecución más sangrienta y sistemática, y que iba dirigida especialmente en contra de los obispos y el clero, fue decretada por Decio so pretexto de que el cristianismo y el Imperio romano nunca podrían reconciliarse. Entre las santas víctimas se encuentran las vírgenes santa Águeda y santa Apolonia.
San Cipriano escribió entonces que: «El emperador Decio se había vuelto tan celoso de la autoridad papal que dijo: “Prefiero tener un rival en mi imperio que escuchar de la elección del sacerdote de Dios (san Cornelio) en Roma”».
Octava persecución, bajo Valeriano, cerca del año 258. — En Roma, el papa Sixto II y su diácono, san Lorenzo, fueron martirizados. Cuando se le pidió los tesoros de la Iglesia, san Lorenzo reunió a los pobres y los enseñó a su perseguidor diciendo: «He aquí los tesoros de la Iglesia». Con sereno valor, murió asado en una parrilla.
En Útica, África, 153 cristianos fueron arrojados a las fosas y cubiertos con cal viva.
Novena persecución, ordenada por el emperador Aureliano, y que llegó a fin prematuro a causa de la muerte violenta de éste.
Décima persecución, bajo Diocleciano, alrededor del año 303. — Superó a todas las demás en violencia y crueldad. San Sebastián, tribuno de la guardia imperial, sufrió una muerte lenta al ser ejecutado con flechas. Santa Anastasia, la joven santa Inés de Roma, santa Lucía de Siracusa y muchas otras vírgenes consagradas obtuvieron el laurel del martirio. Santa Catalina, virgen noble y culta de Alejandría que reprochó intrépidamente al césar Majencio por su crueldad contra los cristianos y que refutó a los filósofos paganos de su corte, murió por la espada.
Cuando el obispo Félix, quien había rehusado entregar los libros sagrados, fue llevado a ser ejecutado, dijo: «Mejor es que yo sea arrojado al fuego y no los sagrados volúmenes. Te agradezco, oh Señor, pues cincuenta y seis años de mi vida estuvieron en tu servicio. He preservado la castidad sacerdotal, guardado los santos evangelios y predicado Tu verdad. A Tí, oh Jesús, Dios del cielo y de la tierra, me ofrezco como víctima».Tanto fue el derramamiento de sangre que Diocleciano hizo acuñar una moneda con la inscripción «Diocleciano, emperador que destruyó el nombre cristiano»: jactancia vana. Su favorito, Cesar Galerio, fue atacado por una detestable enfermedad, y, temiendo la venganza de Dios, derogó el edicto de la persecución.
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