jueves, 25 de noviembre de 2010

HOMILÍA DE LA MISA POR CHILE

HOMILÍA DEL CARDENAL ARZOBISPO DE SANTIAGO,
MONSEÑOR FRANCISCO JAVIER ERRÁZURZ OSSA EN LA MISA POR CHILE EN LA FIESTA DE CRISTO REY
SANTUARIO NACIONAL DE LA VIRGEN DEL CARMEN, MAIPÚ
21 DE NOVIEMBRE DE 2010

Introducción a la Eucaristía
Al concluir el Bicentenario de nuestra Patria, y al término de la 100ª Asamblea de nuestra Conferencia Episcopal, convocados por el Padre de los cielos y Señor de nuestra historia, se han encaminado nuestros pasos hacia esta tierra santa, dedicada a Nuestra Señora del Carmen, Madre y Reina de Chile. Hemos venido a celebrar la Eucaristía para alabar a Dios por la Encarnación y la Pascua de su Hijo, Rey del Universo, cuya fiesta celebramos.
Estamos hondamente agradecidos por lo que Dios ha ido haciendo en nuestra historia. Y donde mejor podemos expresar y alimentar esta gratitud es en la Eucaristía. Así, nuestra gratitud se enraíza en la acción de gracias del mismo Cristo, en su triunfo sobre la muerte y el pecado, en el don de su vida a favor de la salvación de todos.

Hemos peregrinado desde todo Chile, conscientes de no merecer los innumerables dones recibidos a lo largo de estos doscientos y más años. Nos conmueve el hecho de haber sido escogidos como hijos e instrumentos de Dios, muy pobres y pequeños, pero muy amados por Aquel que es nuestro Padre y Señor.
Por eso, nos hemos reunido en esta celebración pascual para agradecerle por nuestra historia; para pedirle su generoso perdón en Jesucristo, y ofrecerle nuestra plena disponibilidad; para ser enviados en el Espíritu Santo a colaborar en la instauración del Reino como hijos de Dios y de esta patria nuestra, como misioneros de Cristo.
Al iniciar esta celebración eucarística, reunidos los Obispos de nuestra Iglesia con todos ustedes y con María Santísima, que ha recorrido los lugares más apartados de nuestra geografía como Patrona de Chile y Madre del consuelo y la esperanza, nos acercamos al Padre misericordioso para implorar su perdón por nuestros pecados.

Homilía

Invitación a contemplar la realeza de nuestro Señor
Si doscientos años después del 18 de septiembre de 1810 celebramos la Realeza de Jesucristo, es porque reconocemos en su soberanía cuanto tenemos de verdadero y de bueno en nuestra historia. A lo largo de los siglos, quienes provenían de la verdad y hacían el bien a sus comunidades, también antes de que fuera predicado el Evangelio, misteriosamente estaban escuchando la voz de Cristo en su conciencia y colaboraban con Él. A Cristo, nuestro Rey, todo nuestro agradecimiento, ya que no podemos recorrer los caminos de nuestra historia sin sentirnos emocionados, realmente sobrecogidos por la misteriosa presencia y conducción, y por su generosa bendición como Cabeza de la Iglesia (Ef 1, 22) y de toda la Creación.
Nuestra celebración de la fiesta de Cristo Rey, nos enfrentó con el estremecedor relato del interrogatorio de Cristo realizado por Poncio Pilato. Sabiendo que el representante del Emperador lo examinaba con categorías propias del poder, la opresión y la guerra, Jesús deja en claro que su Reino no proviene de este mundo. De lo contrario, su gente habría combatido a quienes lo entregaban. Lo repite: “Mi Reino no es de aquí”. Lo sabemos, proviene de Dios: Jesucristo es el Pan bajado del cielo para la vida del mundo, es el Rey investido de autoridad por el mismo Dios, como lo proclaman las visiones del profeta Daniel y del Apocalipsis.
Pero su Reino no es ajeno a este mundo. Compenetra la convivencia humana, se expande por el mundo y lo transforma como fermento que humaniza y diviniza. Por eso mismo, si bien no proviene de este mundo, no carece de poder sobre los corazones y la naturaleza. Lo hemos meditado tantas veces al contemplar sus milagros y admirar la atracción que ejerce la infinita bondad y la sabiduría divina que brotan de su admirable persona. Pero su autoridad no se basa en el poder de las armas; tampoco en la violencia. La suya es la enaltecedora omnipotencia que respeta la libertad, y que pone todo el poder y la sabiduría al servicio del amor, de su infinito amor.
Después describe positivamente su soberanía. Es Rey sin limitación alguna ni de naciones ni de razas, ni de tiempos ni de edades. Afirma simplemente: “Sí, soy Rey”. Y agrega: “Para esto yo he nacido, y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad”. Para esto ha nacido como hermano de todos los hombres, y ha venido al mundo como Dios.
El mismo Jesús nos había revelado como Buen Pastor, que había venido a este mundo para que tuviéramos vida, y la tuviéramos en abundancia (Jo 10, 10): esa vida que es la luz de los hombres (Jo 1, 1ss), y por la cual fue creado todo lo que existe. Él vino como Hijo Único del Padre a su casa (Jo 1, 11), (Jo 1, 4), lleno de gracia y de verdad (Jo 1, 17). En una palabra: del Hijo, en comunión con el Padre y el Espíritu Santo, proviene la verdad, la luz, la vida y la gracia, ya que Él es Luz de Luz, Gracia, Amor, Verdad y Vida.
Invitación a implorar el perdón de Dios y de nuestros hermanos
De este modo, Cristo el Señor ha querido extender su realeza en nosotros y el mundo. Por medio del bautismo se nos ha regalado el Espíritu Santo, a fin de que viviéramos según la gracia y el amor, libres de toda dominación y poder terreno. Sin embargo, la luz de Cristo no siempre ha disipado todas nuestras sombras. Nos duelen profundamente todos nuestros extravíos y toda la oposición que a lo largo de esta historia le hemos hecho a su plan de amor, por indiferencia, por dureza de corazón y por impiedad, dañando vidas, convivencias y esperanzas, o tronchando existencias y fidelidades, actuando como instrumentos de la injusticia y del mal y no de Aquel que es rico en misericordia y origen de todo bien. Los males que hemos causado de diferentes maneras, contradicen nuestra vocación cristiana, nos duelen y avergüenzan profundamente y quitan confiabilidad a la Iglesia. El grave daño que causan estos pecados, que a veces son verdaderos delitos, nos llevó a la petición de perdón con que hemos iniciado esta eucaristía.
Al pedir perdón al Señor y a todos nuestros hermanos, estamos expresando nuestra conciencia de ser una comunidad de hombres y mujeres que el Señor ha llamado a la santidad por el camino de la conversión y de la renovación incesantes (cf LG 8). Por ello, pedir perdón no es resultado de una mera introspección voluntarista, sino conciencia lúcida de nuestra debilidades, de nuestros pecados e indigencias, para caminar en la libertad a la que fuimos llamado (cf Gal 5,1); pedir perdón no destruye a la Iglesia; es reconocimiento de la necesidad de redención, es un camino que hace creíble la fuerza transformadora del Evangelio; pedir perdón no nos impide vivir con esperanza, ya que “Dios hace redundar todo en bien de los que lo aman” (Rm 8, 28). Para que todo redunde en bien, es necesario entonces luchar para crecer en el amor, y colaborar con el Espíritu Santo, quien es capaz de hacer nuevas todas las cosas.
Invitación a agradecer la acción de Dios en la Iglesia y en el mundo
El Espíritu del Señor, que nos ha llamado a la conversión y la santidad, nos permite reconocer su presencia en la misma historia de nuestra patria, donde encontramos mucha luz y mucha vida, que hoy queremos agradecer. ¡Con qué gratitud evocamos a tantos chilenos y chilenas, y a personas venidas de otras latitudes, que animados por el Testigo de la Verdad, hicieron brillar la verdad en nuestros hogares, en los templos, en las instituciones de enseñanza, en los Poderes del Estado, en el trabajo y en la creación cultural! También evocamos a aquellos que velaron por proteger la vida y la familia, y por darles las mejores oportunidades a los niños y a los jóvenes para que pudieran desplegar sus talentos, su amor y su fe.
Con mucha gratitud tenemos presente asimismo a los padres de familia y a los abuelos, a los sacerdotes y a los pastores, a las religiosas y a los santos desconocidos, que junto a santa Teresa de Jesús de Los Andes, a san Alberto Hurtado y a Laurita Vicuña, han sido testigos, apóstoles y catequistas del conocimiento de la Verdad: del verdadera Dios y de su amor hasta el extremo a nosotros, alejándonos de la mentira de los ídolos y de la engañosa confianza en ellos, de los cuales nada podemos esperar. De corazón les agradecemos que nos hayan enseñado a orar y contemplar, a agradecer y a confiar, como también a desvivirnos por los demás en obras de misericordia y de justicia, de amor filial a Dios y realmente fraterno a los hermanos.
En un momento de silencio, recordemos a los que aún viven y a quienes han partido, y manifestémosles nuestro hondo y emocionado agradecimiento por su interioridad, por la confianza en Dios de su fe, por la gratuidad y ternura de su amor, por sus iniciativas a favor de los derechos que Dios unió a la dignidad humana, también por la sabiduría de sus enseñanzas y de sus ejemplos, fuertes y perseverantes. De manera particular, agradezcámosle el amor a Dios, a la Sma. Eucaristía, a la Virgen y a los santos que nos legaron, y el testimonio de su fraternidad sincera, justa y generosa. Entre nosotros extendieron el Reino de Dios.
¡Con cuánta gratitud recordemos también a quienes lucharon con energía y sin temor alguno, a pesar del costo para sus personas que ello involucraba, contra el Príncipe de la mentira, el odio, la violencia, la injusticia y la muerte! Es mucho lo que le debemos a quienes delataron y combatieron las injusticias, dejaron al descubierto las calumnias, trabajaron para superar la ignorancia, las enfermedades, la inseguridad, la miseria, los abusos, las opresiones, la violencia y sus causas, por disipar los errores, y por combatir la intolerancia, las discriminaciones, la criminalidad y las guerras fratricidas, para que todos nuestros pueblos y nuestros compatriotas pudieran vivir conforme a su dignidad. (Recordémoslos en silencio con gratitud)
También constatamos las veces en que hemos visto con asombro el crecimiento del Reino de Cristo, y hemos colaborado con Él, saliendo por los caminos a invitar a todos los que tienen hambre y sed de comprensión y de dicha, de trabajo y de salud. Es Jesús quien nos ha invitado a poner con Él la mesa para todos; la mesa que Él llena de sus dones y de la cual Él mismo es el Pan de Vida, la mesa a la cual Él mismo sirve, invitándonos a servir con Él; de esa mesa que es su Reino: el que crece y sufre en esta tierra, y el Reino que nos espera en la Patria definitiva y feliz. El Prefacio de esta Misa lo describe como un reino eterno y universal: el reino de la verdad y la vida, el reino de la santidad y la gracia, el reino de la justicia, el amor y la paz.
Invitación a ser testigos de la verdad
Volvamos al relato del Evangelio, para reflexionar ahora respecto del llamado que nos hace el Señor a ser testigos agradecidos de su presencia liberadora en medio nuestro.
A Poncio Pilato no le interesó conocer el fundamento de la Soberanía de Cristo. Tampoco, a pesar del peso de la frase del Señor –“para esto he nacido; para esto he venido al mundo” – no se sintió movido a hacer ni siquiera una pregunta sobre esa misión. Simplemente se fue de la sala, después de exclamar con desdén, sin esperar la respuesta que no le interesaba: “¿Qué es la verdad?”
Pilato – como quizás muchos hombres y mujeres de hoy- preguntó con desdén y escepticismo acerca de la verdad y cortó el diálogo. Al hacerlo así, cerró el camino para encontrarse con ella. Primero, por no reconocer el don maravilloso de la inteligencia, que siempre puede llegar a conocer, al menos parcialmente, el ser de las cosas. Y, segundo, porque Pilato pregunta por la verdad como si fuera una cosa, o una mera idea. Pero todo ha cambiado. La Verdad, en Cristo, se había hecho carne. Pilato estaba ante la Verdad, ante el rostro humano de Dios y el rostro divino del hombre, ante el Verbo encarnado, “lleno de gracia y de verdad” (Jn 1,14), ante Aquel que le revela al hombre la verdad del Padre y de la humanidad, como también la verdadera dignidad del mismo ser humano.
En contraste con Pilato, que seguramente pensaba que no necesitaba maestros para ser procurador y señor, nosotros, por el don de la fe que hemos recibido, lo que más queremos es ser discípulos de Jesucristo con el corazón plenamente abierto a escuchar de sus labios la verdad y a ponerla en práctica como la Virgen María, con el espíritu colmado de asombro y con la disponibilidad de los primeros apóstoles y de los santos, con la sed de escuchar a Jesús de María de Betania, de los pobres en espíritu y de los menesterosos de su tiempo y del nuestro.
Queridos hermanos y hermanas, en esta tierra santa, queremos asegurarle a Dios, y pedirle su gracia para ello: que también nosotros queremos ser santos, y compartir como misioneros, por desborde de gratitud y alegría, la felicidad de haber conocido a Jesús y de conocer que sus designios son de amor y salvación para cada uno de nuestros hermanos, para Chile entero.
En su paternidad providente y misericordiosa confiaron nuestros 33 hermanos mineros de Copiapó, sus familias, quienes acudieron a rescatarlos y nuestra Patria solidaria. En su paternidad confió Chile a lo largo de su historia. Ella es la puerta y el camino hacia nuestro futuro.
Hasta este cruce de caminos en que se encuentra actualmente nuestra cultura, ha llegado nuevamente la Virgen María. Ya escogió nuestra tierra cuando Dios determinó, en tiempos de don Diego de Almagro, el lugar en el cual se levantaría un santuario a Nuestra Señora del Carmen de La Tirana, la Reina del Tamarugal. Poco después llegó su imagen, acompañando a don Pedro de Valdivia, para no apartarse nunca más de nosotros. A ella recurrieron los Padres de la Patria y nuestro pueblo patriota para sellar la Independencia, y como un homenaje a su victoria se levantó este Templo, santuario de su amor a Chile.
Hoy llega hasta nosotros trayéndonos el Evangelio de Chile. Es la Madre y Discípula de Cristo, que viene con la Palabra de Dios para la esperanza del mundo. Bien sabe que estos evangelios y la historia de la Iglesia naciente, como asimismo el libro de los salmos, escritos por nuestras propias manos, son expresión de nuestro compromiso más serio: de la voluntad de escribirlos en nuestros corazones, en nuestra vida, en nuestras familias, en las iniciativas que emprendamos y en nuestra cultura, como su mayor tesoro.
La Virgen María viene hasta nosotros para apoyar nuestra firme resolución de tomar partido por la Verdad, y de colaborar con amor y determinación en construir el Reino de Cristo. Con el corazón abierto como el suyo en Nazaret, queremos acoger en nuestra vida y en todas nuestras iniciativas a Jesús, que viene a nuestro encuentro. Como ella, queremos hacer nuestra la voluntad de servir, que la llevó a la casa de Isabel, y a rogarle a Jesucristo el milagro de Caná. Con ella estamos resueltos a ubicar nuestra existencia y nuestros proyectos en las coordenadas y en el dinamismo del Magnificat, comprome-tiéndonos con nuestro pueblo y con la omnipotencia y la misericordia de Dios. Queremos hacerlo como lo hizo ella: con mucha fe, convicción y alegría. Y ante su imagen, que ha acogido tantas peticiones en su peregrinación por Chile, queremos prometerle que también nosotros tendremos siempre compasión efectiva con los que necesitan ternura, solidaridad y justicia. En nuestro trato con los demás, encontrarán un eco convincente a la vez que humilde sus palabras de Caná de Galilea: “Hagan lo que Él les diga”, porque en sus caminos está la abundancia de la gracia y de la vida, de la confianza y la bondad, la fuente de todo bien.
Ante su imagen, seguros de que Jesucristo nos invita a todos a la mesa de su Reino, y que la Virgen María acoge y dignifica a todos sus hijos, queremos ofrecerle al Padre de los cielos nuestra firme voluntad de hacer cuanto esté de nuestra parte para que Chile sea una Mesa para todos, una nación de hermanos, donde nadie sufra hambre y carezca de educación, donde los niños cuenten con el apoyo de sus padres y tengan hermanos, donde ningún niño sufra la burla de sus compañeros o la violencia de otros niños o de los mayores, donde todos los chilenos puedan encontrar trabajo y disfrutar del sentido de su vida, alejándose así del daño de la drogadicción, el alcoholismo y la violencia.
No podemos olvidar a la Madre Dolorosa junto a la cruz de su Hijo, y junto a todos sus hijos malheridos. Siempre ha sido la buena samaritana. Le decimos que cuente con nosotros dondequiera que sus hijos sufran abandono, enfermedad, discriminación, aislamiento carcelario, desesperanza e increencia.
En esta celebración de la Soberanía de Cristo, los laicos aquí reunidos y los que nos acompañan por la radio y la televisión, como también los religiosos y las religiosas, los diáconos y los sacerdotes, y todos nosotros que prolongamos la misión de los apóstoles, le ofrecemos a Cristo y a Chile nuestra disponibilidad valiente para luchar contra las cuevas de la mentira, la calumnia, la injusticia, la enemistad, la indiferencia, la desconfianza, la desesperanza, la violencia y la guerra, y le manifestamos que cuente con nosotros para construir con Él y con su santa Madre, implorando el Espíritu Santo, el Reino del amor y la verdad, la solidaridad y la esperanza, la justicia, la confianza y la paz; la mesa que Dios nos ofrece, para que todos se enriquezcan con la sobreabundancia de sus dones. Amén.


† Francisco Javier Errázuriz Ossa
Cardenal Arzobispo de Santiago
Santiago, 21 de noviembre de 2010.

1 comentario:

Complemento Online Escuela MCC dijo...

Saludos queridos hermanos del MCC de Valdivia


Les invitamos fraternalmente a visitar nuestro blog de "Complemento online de la Escuela", donde hemos iniciado una nueva sección de "suplementos", con la presentación de vuestro Blog del MCC.

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