viernes, 18 de abril de 2014

XIV Estación. Dan sepultura al cuerpo de Jesús

 Nicodemo y José de Arimatea, discípulos ocultos de Cristo, interceden por El desde os altos cargos que ocupan. En la hora de la soledad, del abandono total y del desprecio…, entonces dan la cara audaz, de valentía heroica.
            Yo subiré con ellos al pie de la Cruz, me apretaré al cuerpo frío, cadáver de Cristo, con el fuego ed mi amor…, lo desclavaré con mis sacrificios y penitencias…, lo envolveré don el lienzo nuevo de mi vida limpia, y lo enterraré en mi pecho de roca viva, de donde nadie me lo podrá arrancar, ¡y ahí, Señor, descansad! Cuando todo el mundo te abandone y desprecie…, te serviré, Señor.
                     
            Muy cerca del Calvario, en un huerto, José de Arimatea, “lo colocó en un sepulcro nuevo, cavado en la roca, que se había hecho a sí mismo. Después, movió una gran piedra redonda, para que sirviera de puerta, y se fue”. (Mt 27: 60)
Sin nada vino Jesús al mundo, y sin nada se nos ha ido, no siquiera el lugar donde reposa. La Madre del Señor, mi Madre, y las mujeres que han seguido al Maestro desde Galilea, después de observar todo atentamente, se marchan también. Cae la noche.
Ahora ha pasado todo. Se ha cumplido la obra de nuestra Redención. Ya somos hijos de Dios, porque Jesús ha muerto por nosotros y su muerte nos ha rescatado.
“Sabiendo que fueron comprados a un gran precio, procuren que sus cuerpos sirvan para gloria de Dios” (1 Cor 6: 20) Hemos de hacer vida nuestra, la vida y la muerte de Cristo. Morir a través del sacrificio y la penitencia, para que Cristo viva en nosotros por el Amor. Y seguir entonces los pasos de Cristo, con el afán de corredimir a todas las almas.
Dar la vida por lo demás. Sólo así se vive la vida de Jesucristo y nos hacemos una misma cosa con El.

“No olviden que han sido liberados de la vida inútil que llevaban antes, igual que sus padres, no con algún rescate material de oro o plata, sino con la sangre preciosa del Cordero sin mancha ni defecto”. (1 Ped 1: 18-19) No nos pertenecemos. Jesucristo nos ha comprado con su Pasión y con su Muerte. Somos vida suya. Ya sólo hay un único modo de vivir, pero “Vivir” con mayúscula, en la tierra: morir con Cristo para resucitar con El, hasta que podamos decir con el Apóstol: “ya ahora no vivo yo, sino que Cristo vive en mí. Todo lo que vivo en lo humano se hace vida mía por la fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí”. (Gal 2: 20)

Cuando me doy cuenta que mi humanidad es capaz de todos los horrores y de todos los errores que han cometido las personas más ruines, comprendo bien que puedo no ser fiel… Pero esa incertidumbre es una de las bondades del Amor de Dios, que me lleva a estar, como un niño, agarrado a los brazos de mi Padre, luchando cada día un poco para no apartarme de Él.
Entonces estoy seguro de que Dios no me alejará de su mano. “Pero, ¿puede una mujer olvidarse del niño que cría, o dejar de querer al hijo de sus entrañas? Pues bien, aunque alguna lo olvidase, ¡yo nunca me olvidaría de ti! (Is 49: 15)

Piensa primero en los demás. Así pasarás por la tierra, con errores sí, que son inevitables, pero dejando un rastro de bien.
Y cuando llegue la hora de la muerte, que vendrá inexorable, la acogerás con gozo, como Cristo, porque como El también resucitaremos para recibir el premio de su Amor.

Manantial inagotable de vida es la pasión de Jesús. Unas veces renovamos el gozoso impulso que llevó al Señor a Jerusalén. Otras, el dolor de la agonía que concluyó en el Calvario… O la gloria desu triunfo sobre la muerte y el pecado. Pero, ¡siempre!, el amor, gozoso, doloroso, glorioso, del corazón de Jesucristo.

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