viernes, 18 de abril de 2014

IV Estación: Jesús encuentra a María, su Santísima Madre


¡Cuánta miseria! ¡Cuántas ofensas! Las mías, las tuyas, las de la humanidad entera… Nací como todos los hombres, manchado con la culpa de nuestros primeros padres. Después, mis pecados: rebeldías pensadas, deseadas y cometidas…
Para purificarnos de ésta podredumbre, Jesús quiso humillarse y tomar la forma de siervo, encarnándose en las entrañas sin mancha de Nuestra Señora, su Madre, y Madre tuya y mía. Pasó treinta años de oscuridad, trabajando como uno de tantos, junto a José. Predicó, hizo milagros… Y nosotros le pagamos con una Cruz.
¿Necesitas más razones para la contrición, el arrepentimiento?

Apenas se ha levantado Jesús de su primera caída, cuando encuentra a su Madre Santísima, junto al camino por donde Él pasa.
Con inmenso Amor, mira María a Jesús, y Jesús mira a su Madre; sus ojos se encuentran, y cada corazón vierte en el otro su propio dolor. El alma de María queda anegada en la amargura, en la amargura de Jesucristo. “Todos ustedes que pasan por el camino, miren y observen si hay dolor semejante al que me atormenta, con el que Yavé me ha herido en el día de su ardiente cólera”. (Lam 1: 12) Pero nadie se da cuenta, nadie se fija; sólo Jesús.
Se ha cumplido la profecía de Simeón: “y a ti misma una espada te atravesará el alma. Pero en eso los hombres mostrarán claramente lo que sienten en sus corazones”. (Lc 2: 35)
En la oscura soledad de la Pasión, Nuestra Señora ofrece a su Hijo un bálsamo de ternura, de unión, de fidelidad, un sí a la Voluntad divina. De la mano de María, tú y yo, queremos consolar a Jesús, aceptando siempre y en todo, la Voluntad de su Padre, de nuestro Padre. Sólo así gustaremos de la dulzura de la Cruz de Cristo, y la abrazaremos con la fuerza del Amor, llevándola en triunfo por todos los caminos de la tierra.

Ha esperado Jesús éste encuentro con su Madre. ¡Cuántos recuerdos de infancia!: Belén, el lejano Egipto, la aldea de Nazaret. Ahora, también la quiere junto a sí en el Calvario.
¡La necesitamos! En la oscuridad de la noche, cuando un niño pequeño tiene miedo, grita: ¡mamá! Así, yo tengo que clamar muchas veces con el corazón: ¡Madre! ¡mamá! no me dejes.

¿Qué hombre no lloraría si viera a la Madre de Jesús en tan atroz suplicio? Su Hijo herido, sufriendo, sin fuerzas… Y nosotros lejos, cobardes, resistiéndonos a la Voluntad divina.
Madre y Señora mía, enséñame a pronunciar un sí que, como el tuyo, se identifique con el clamor de Jesús ante su Padre: “Padre, si quieres, aparta de mí ésta prueba, que no se haga mi voluntad, sino la tuya”. (Lc 22: 42) Madre, ayúdame a cargar la Cruz del deber, de las humillaciones, de las incomprensiones, del fracaso aparente. Haz que como Tú, pueda abandonarme a la Voluntad del Padre, sin rebeldías, aceptando y viviendo el dolor, encausando la frustración de no poder evitar que se siga castigando e hiriendo a Cristo, en cada día de nuestra existencia.

Hasta llegar al abandono hay un poquito de camino por recorrer. Si aún no lo has conseguido, no te preocupes, sigue esforzándote. Llegará un día en que no verás otro camino más que el de Jesús, de su Madre Santísima, y del Espíritu.

Si somos almas de Fe, a los sucesos de ésta vida, le otorgamos una importancia relativa, como se la dieron los santos… El Señor y su Madre no nos dejan y, siempre que sea necesario, se harán presentes para llenar de paz y de seguridad el corazón de los suyos, sus seguidores.



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