¡Cuánta
miseria! ¡Cuántas ofensas! Las mías, las tuyas, las de la humanidad entera…
Nací como todos los hombres, manchado con la culpa de nuestros primeros padres.
Después, mis pecados: rebeldías pensadas, deseadas y cometidas…
Para
purificarnos de ésta podredumbre, Jesús quiso humillarse y tomar la forma de
siervo, encarnándose en las entrañas sin mancha de Nuestra Señora, su Madre, y
Madre tuya y mía. Pasó treinta años de oscuridad, trabajando como uno de
tantos, junto a José. Predicó, hizo milagros… Y nosotros le pagamos con una
Cruz.
¿Necesitas
más razones para la contrición, el arrepentimiento?
Apenas
se ha levantado Jesús de su primera caída, cuando encuentra a su Madre
Santísima, junto al camino por donde Él pasa.
Con
inmenso Amor, mira María a Jesús, y Jesús mira a su Madre; sus ojos se
encuentran, y cada corazón vierte en el otro su propio dolor. El alma de María
queda anegada en la amargura, en la amargura de Jesucristo. “Todos ustedes que
pasan por el camino, miren y observen si hay dolor semejante al que me
atormenta, con el que Yavé me ha herido en el día de su ardiente cólera”. (Lam
1: 12) Pero nadie se da cuenta, nadie se fija; sólo Jesús.
Se
ha cumplido la profecía de Simeón: “y a ti misma una espada te atravesará el
alma. Pero en eso los hombres mostrarán claramente lo que sienten en sus
corazones”. (Lc 2: 35)
En
la oscura soledad de la Pasión, Nuestra Señora ofrece a su Hijo un bálsamo de
ternura, de unión, de fidelidad, un sí a la Voluntad divina. De la mano de
María, tú y yo, queremos consolar a Jesús, aceptando siempre y en todo, la
Voluntad de su Padre, de nuestro Padre. Sólo así gustaremos de la dulzura de la
Cruz de Cristo, y la abrazaremos con la fuerza del Amor, llevándola en triunfo
por todos los caminos de la tierra.
Ha
esperado Jesús éste encuentro con su Madre. ¡Cuántos recuerdos de infancia!:
Belén, el lejano Egipto, la aldea de Nazaret. Ahora, también la quiere junto a
sí en el Calvario.
¡La
necesitamos! En la oscuridad de la noche, cuando un niño pequeño tiene miedo,
grita: ¡mamá! Así, yo tengo que clamar muchas veces con el corazón: ¡Madre!
¡mamá! no me dejes.
¿Qué
hombre no lloraría si viera a la Madre de Jesús en tan atroz suplicio? Su Hijo
herido, sufriendo, sin fuerzas… Y nosotros lejos, cobardes, resistiéndonos a la
Voluntad divina.
Madre
y Señora mía, enséñame a pronunciar un sí que, como el tuyo, se identifique con
el clamor de Jesús ante su Padre: “Padre, si quieres, aparta de mí ésta prueba,
que no se haga mi voluntad, sino la tuya”. (Lc 22: 42) Madre, ayúdame a cargar
la Cruz del deber, de las humillaciones, de las incomprensiones, del fracaso
aparente. Haz que como Tú, pueda abandonarme a la Voluntad del Padre, sin
rebeldías, aceptando y viviendo el dolor, encausando la frustración de no poder
evitar que se siga castigando e hiriendo a Cristo, en cada día de nuestra
existencia.
Hasta
llegar al abandono hay un poquito de camino por recorrer. Si aún no lo has
conseguido, no te preocupes, sigue esforzándote. Llegará un día en que no verás
otro camino más que el de Jesús, de su Madre Santísima, y del Espíritu.
Si
somos almas de Fe, a los sucesos de ésta vida, le otorgamos una importancia
relativa, como se la dieron los santos… El Señor y su Madre no nos dejan y, siempre
que sea necesario, se harán presentes para llenar de paz y de seguridad el
corazón de los suyos, sus seguidores.
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