El Señor
cae por tercera vez, en la ladera del Calvario, cuando quedan sólo 40 o 50
pasos para llegar a la cumbre. Jesús no se sostiene en pie: le faltan las
fuerzas, y yace agotado en tierra. “Fue
maltratado y él se humilló y no dijo nada, fue llevado cual cordero al
matadero, como una oveja que permanece muda cuando la esquilan”. (Is 53: 7)
Todos contra El: los de la ciudad,
los extranjeros, los fariseos, los soldados y los príncipes de los sacerdotes…
Todos verdugos. Su Madre (mi Madre), María, llora.
¡Jesús cumple la voluntad de su
Padre! Pobre: desnudo. Generoso: ¿qué más le falta por entregar? “Todo lo que
vivo en lo humano se hace vida mía por la Fe en el Hijo de Dios, que me amó y
se entregó hasta la muerte por mí”. (Gál 2: 20b)
¡Dios mío!, que desprecie el pecado,
y me una a Ti, abrazándome a la Santa Cruz, para cumplir a mi vez tu Voluntad…,
desnudo de todo afecto terreno, sin más miras que tu gloria… generosamente, no
reservándome nada, ofreciéndome contigo a los demás.
Ya no puede el Señor levantarse: tan
grande es el peso de nuestras miserias. Como un saco, lo llevan al patíbulo. El
deja hacer, en silencio. Humildad de Jesús, que nos levanta y ensalza. Ayúdame
Jesús a ayudar a los demás, a enseñarles cómo llegar a Ti, cómo conocerte
mejor, así como también lo hago yo. Dejo, Señor, mi corazón aquí en el suelo,
para que otros caminen más blando.
¡Cuánto cuesta llegar al Calvario!
Tengo que vencerme para no abandonar el camino. La pelea de Jesús es una maravilla,
una auténtica muestra del amor de Dios, que nos quiere fuertes, porque “Te
basta mi gracia; mi mayor fuerza se manifiesta en la debilidad.” (2 Cor 12: 9b)
El Señor sabe que cuando nos sentimos flojos, y nos acercamos a Él, rezamos
mejor, nos acercamos al prójimo, nos hacemos santos. Demos gracias a Dios,
porque permite que hayan obstáculos… y sobre todo, porque luchamos contra
ellos, con la Gracia de Dios.
Ahora comprendo cuánto he hecho sufrir a Jesús, y me
lleno de dolor: no me caben en el pecho las ansias de reparar mis pecados. Es
sencillo: ¡Te pido perdón, lloro mis traiciones! Pero luego, viene la
penitencia, que es cumplir con el deber, cueste lo que cueste, ahora no te
fallaré Señor mío.
¡Encárnate con el Evangelio!, vive intensamente los
acontecimientos allí descritos, sé uno más en esas escenas. Entonces, dejo que
mi corazón se expanda y se ponga al lado del Señor. Cuando noto que mi corazón
sale de tu lado, y soy cobarde como los otros, pido Perdón, por mis cobardías y
las de mi prójimo, y las de toda la humanidad.
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