Entre la gente que contempla el paso
del Señor, hay unas cuantas mujeres que no pueden contener su compasión y
rompen en lágrimas, quizás recordando aquellas jornadas gloriosas de
Jesucristo, cuando todos exclamaban
maravillados: “Todo lo ha hecho bien; los sordos oyen y los mudos
hablan”. (Mc 7: 37b)
Pero el Señor quiere encausar ese
llanto hacia un motivo de más altura, y las invitan a llorar por los pecados,
que son la causa de la Pasión y que atraerán el rigor de la justicia divina.
“Jesús, volviéndose hacia ellas les dijo: “Hijas de Jerusalén, no lloren por
mí. Lloren más bien por ustedes mismas y por sus hijos” “Porque si así tratan
al árbol verde, ¿qué harán con el seco?” (Lc 23: 28,31)
Tus pecados, los míos, los de todos
los hombres, se ponen en pie. Todo el mal que hemos hecho y el bien que hemos
dejado de hacer. El panorama desolador de los delitos e infamias, que habríamos
cometido, si El, Jesús, no nos hubiera confortado con la luz de su mirada. ¡Que
poco es una vida para reparar!
“Vino a su propia casa y los suyos
no lo recibieron” (Jn 1: 11). Más aún, lo arrastran fuera de la ciudad para
crucificarle. Jesús, en cambio, responde con una invitación al arrepentimiento.
Contrición profunda por nuestros
pecados. Dolor por la malicia inagotable de los hombres, que se aprestan a dar
muerte al Señor. Reparación por los que todavía se obstinan en hacer parecer
inúti el sacrificio de Cristo en la Cruz.
Con todo esto, el Señor, une
comprende, disculpa. Nosotros también deberíamos. La Cruz no es el recordatorio
de que los unos han matado a los otros. La Cruz es callar, perdonar y rezar por
unos y por otros, por todos, para que todos alcancen la Paz.
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