viernes, 18 de abril de 2014

VIII Estación: Jesús consuela a las hijas de Jerusalén



            Entre la gente que contempla el paso del Señor, hay unas cuantas mujeres que no pueden contener su compasión y rompen en lágrimas, quizás recordando aquellas jornadas gloriosas de Jesucristo, cuando todos exclamaban  maravillados: “Todo lo ha hecho bien; los sordos oyen y los mudos hablan”. (Mc 7: 37b)
            Pero el Señor quiere encausar ese llanto hacia un motivo de más altura, y las invitan a llorar por los pecados, que son la causa de la Pasión y que atraerán el rigor de la justicia divina. “Jesús, volviéndose hacia ellas les dijo: “Hijas de Jerusalén, no lloren por mí. Lloren más bien por ustedes mismas y por sus hijos” “Porque si así tratan al árbol verde, ¿qué harán con el seco?” (Lc 23: 28,31)
            Tus pecados, los míos, los de todos los hombres, se ponen en pie. Todo el mal que hemos hecho y el bien que hemos dejado de hacer. El panorama desolador de los delitos e infamias, que habríamos cometido, si El, Jesús, no nos hubiera confortado con la luz de su mirada. ¡Que poco es una vida para reparar!

            “Vino a su propia casa y los suyos no lo recibieron” (Jn 1: 11). Más aún, lo arrastran fuera de la ciudad para crucificarle. Jesús, en cambio, responde con una invitación al arrepentimiento.
            Contrición profunda por nuestros pecados. Dolor por la malicia inagotable de los hombres, que se aprestan a dar muerte al Señor. Reparación por los que todavía se obstinan en hacer parecer inúti el sacrificio de Cristo en la Cruz.


            Con todo esto, el Señor, une comprende, disculpa. Nosotros también deberíamos. La Cruz no es el recordatorio de que los unos han matado a los otros. La Cruz es callar, perdonar y rezar por unos y por otros, por todos, para que todos alcancen la Paz.

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