Nicodemo
y José de Arimatea, discípulos ocultos de Cristo, interceden por El desde os
altos cargos que ocupan. En la hora de la soledad, del abandono total y del
desprecio…, entonces dan la cara audaz, de valentía heroica.
Yo subiré con ellos al pie de la
Cruz, me apretaré al cuerpo frío, cadáver de Cristo, con el fuego ed mi amor…,
lo desclavaré con mis sacrificios y penitencias…, lo envolveré don el lienzo
nuevo de mi vida limpia, y lo enterraré en mi pecho de roca viva, de donde
nadie me lo podrá arrancar, ¡y ahí, Señor, descansad! Cuando todo el mundo te
abandone y desprecie…, te serviré, Señor.
Muy cerca del Calvario, en un
huerto, José de Arimatea, “lo colocó en un sepulcro nuevo, cavado en la roca,
que se había hecho a sí mismo. Después, movió una gran piedra redonda, para que
sirviera de puerta, y se fue”. (Mt 27: 60)
Sin
nada vino Jesús al mundo, y sin nada se nos ha ido, no siquiera el lugar donde
reposa. La Madre del Señor, mi Madre, y las mujeres que han seguido al Maestro
desde Galilea, después de observar todo atentamente, se marchan también. Cae la
noche.
Ahora
ha pasado todo. Se ha cumplido la obra de nuestra Redención. Ya somos hijos de
Dios, porque Jesús ha muerto por nosotros y su muerte nos ha rescatado.
“Sabiendo
que fueron comprados a un gran precio, procuren que sus cuerpos sirvan para
gloria de Dios” (1 Cor 6: 20) Hemos de hacer vida nuestra, la vida y la muerte
de Cristo. Morir a través del sacrificio y la penitencia, para que Cristo viva
en nosotros por el Amor. Y seguir entonces los pasos de Cristo, con el afán de
corredimir a todas las almas.
Dar
la vida por lo demás. Sólo así se vive la vida de Jesucristo y nos hacemos una
misma cosa con El.
“No
olviden que han sido liberados de la vida inútil que llevaban antes, igual que
sus padres, no con algún rescate material de oro o plata, sino con la sangre
preciosa del Cordero sin mancha ni defecto”. (1 Ped 1: 18-19) No nos
pertenecemos. Jesucristo nos ha comprado con su Pasión y con su Muerte. Somos
vida suya. Ya sólo hay un único modo de vivir, pero “Vivir” con mayúscula, en
la tierra: morir con Cristo para resucitar con El, hasta que podamos decir con
el Apóstol: “ya ahora no vivo yo, sino que Cristo vive en mí. Todo lo que vivo
en lo humano se hace vida mía por la fe en el Hijo de Dios, que me amó y se
entregó por mí”. (Gal 2: 20)
Cuando
me doy cuenta que mi humanidad es capaz de todos los horrores y de todos los
errores que han cometido las personas más ruines, comprendo bien que puedo no
ser fiel… Pero esa incertidumbre es una de las bondades del Amor de Dios, que
me lleva a estar, como un niño, agarrado a los brazos de mi Padre, luchando
cada día un poco para no apartarme de Él.
Entonces
estoy seguro de que Dios no me alejará de su mano. “Pero, ¿puede una mujer
olvidarse del niño que cría, o dejar de querer al hijo de sus entrañas? Pues
bien, aunque alguna lo olvidase, ¡yo nunca me olvidaría de ti! (Is 49: 15)
Piensa
primero en los demás. Así pasarás por la tierra, con errores sí, que son
inevitables, pero dejando un rastro de bien.
Y
cuando llegue la hora de la muerte, que vendrá inexorable, la acogerás con
gozo, como Cristo, porque como El también resucitaremos para recibir el premio
de su Amor.
Manantial
inagotable de vida es la pasión de Jesús. Unas veces renovamos el gozoso
impulso que llevó al Señor a Jerusalén. Otras, el dolor de la agonía que
concluyó en el Calvario… O la gloria desu triunfo sobre la muerte y el pecado.
Pero, ¡siempre!, el amor, gozoso, doloroso, glorioso, del corazón de
Jesucristo.
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viernes, 18 de abril de 2014
XIV Estación. Dan sepultura al cuerpo de Jesús
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