A veces
nos quejamos del silencio de Dios. Parece que calla, que se esconde, lejano,
tras el cielo. Sentimos que no va a nuestro lado mientras recorremos el camino
de la vida, como si no se interesase por nuestras cosas, como si no ofreciese
ninguna palabra de consuelo o de esperanza.
En realidad, Dios nos habla de mil modos. No lo escuchamos porque llevamos
dentro un poco (a veces mucho) de ruido interior. Melodías o problemas, planes
o dolores, palabras que decir a un amigo o silencios llenos de nosotros mismos.
Una multitud de voces llenan el corazón. Para la voz de Dios apenas queda algún
espacio fugaz, entre los mil cosas que nos llenan la cabeza.
¿Cómo nos habla Dios? Nos habla en el hecho mismo de existir: soy un deseo, un
sueño de Dios. He salido de sus manos, vivo gracias a su aliento, sueño porque
Él me sueña primero. Cada latido de mi corazón, cada movimiento de mis
pulmones, cada reflexión que pasa por mi alma, son posibles desde ese inmenso,
misterioso, paterno, amor de Dios.
Nos habla desde el Hijo. Jesús de Nazaret es la Voz, mejor, es la Palabra del
Padre. Cada página de su Evangelio nos abre nuevos horizontes, nos ofrece
misericordia, nos anima a la esperanza. De un modo misterioso, podemos tocarlo
en la Eucaristía: en el silencio elocuente del Sagrario; en cada misa, cuando
unidos, como comunidad, asistimos al milagro. Podemos servirle en el hermano:
“cuantas veces lo hicisteis... a mí me lo hicisteis” (cf. Mt 25,40).
Nos habla en los hechos de la vida. Desde una nube de verano que presagia esa
esperada y refrescante lluvia. Desde el zumbido de una abeja que busca su botín
entre las flores. Desde las olas en la playa, con sus bulliciosos y constante
deseos de conquista y de regreso a casa.
Nos habla desde quienes viven a nuestro lado. Cada ser querido nos recuerda el
Amor de Dios. También él vive en cuanto es amado. También él espera en de un
poco de amor y de consuelo.
Nos habla, aunque no siempre lo comprendamos, desde el dolor, en medio de las
pruebas. Un accidente, una enfermedad, la pérdida de un ser querido: no son
casualidades, no son hechos sin sentido. Detrás de cada prueba podemos sentir
que Dios nos invita a mirar al cielo, nos recuerda que no tenemos aquí abajo
una ciudad eterna (Hb 13,14). Nos susurra que si el jilguero no muere sin su
permiso, entonces es que nada ocurre como fruto de la fatalidad o la fortuna.
Todo tiene un sentido, un valor, que hemos de descubrir, que nos lleva a
confiar y a caminar hacia horizontes nuevos.
Dios nos habla. Hoy me ha dicho tantas cosas. Seguirá susurrando cada día, cada
hora, con mil gestos de cariño. Tal vez ahora puedo pedirle, con humildad, con
sencillez, que me enseñe a orar, que me conceda un corazón atento, capaz de
descubrirlo en la belleza de una rosa y en el misterio de esa espina que se
hunde, poco a poco, en mi carne enferma...
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