viernes, 18 de abril de 2014

VI Estación: Una piadosa mujer enjuga el rostro de Jesús.


“Este ha crecido ante Dios como un retoño, como raíz en tierra seca. No tenía gracia ni belleza, para que nos fijáramos en él, ni era simpático para que pudiéramos apreciarlo. Despreciado y tenido como basura de los hombres, hombre de dolores y familiarizando con el sufrimiento, semejante a aquellos a los que se les vuelve la cara, estaba despreciado y no hemos hecho caso de él.” (Is 53: 2-3)
            Y es el Hijo de Dios que pasa, loco… ¡loco de Amor!
            Una mujer, Verónica, se abre paso entre la muchedumbre, llevando un lienzo blanco plegado, con el que limpia piadosamente el rostro de Jesús. El Señor deja grabada su Santa Faz en las tres partes de ese velo. El rostro bienamamdo de Jesús, que había sonreído a los niños y se transfiguró de gloria en el Tabor, está ahora como oculto en el dolor. Pero éste dolor es nuestra purificación; ese sudor y esa sangre que empañan y desdibujan sus facciones, nuestra limpieza.
            Señor, que yo me decida a arrancar, mediante la penitencia, la triste careta que me he forjado con mis miserias… Entonces, sólo entonces, por el camino de la contemplación y de la expiación, mi vida irá copiando fielmente los rasgos de tu vida. Nos iremos pareciendo más y más a Ti. Seremos otros Cristos, el mismo Cristo.
                                         
            Nuestros pecados fueron la causa de la Pasión: de aquella tortura que deformaba el semblante amabilísimo de Jesús, perfecto Dios, perfecto Hombre. Son también nuestras miserias las que ahora nos impiden contemplar al Señor, y nos presentan opaca y contrahecha su figura.
            Cuando tenemos turbia la vista, cuando los ojos se nubaln, necesitamos ir a la luz. “Jesús les habló de nuevo y dijo: “Yo soy la Luz del mundo. El que me sigue no caminará en tinieblas, sino que tendrá luz y vida” (Jn 8: 12)

            Trata a la Humanidad Santísima de Jesús… Y Él pondrá en tu alma un hambre insaciable de contemplar su Faz. En esa ansia, que no es posible aplacar en la tierra, hallarás muchas veces tu consuelo.

            “Cristo, con su propia grandeza y poder, nos entregó las promesas más extraordinarias y preciosas, para que por ellas lleguen ustedes a participar de la naturaleza divina, después de rechazar la corrupción y los malos deseos de éste mundo”. (2 Ped 1: 4)
            Esta divinización nuestra no significa que dejemos de ser humanos… Hombres sí, pero con horror al pecado grave. Hombres que abominan de las faltas veniales, y que si experimentan cada día su flaqueza, saben también de la fortaleza de Dios.
            Así nada podrá detenernos: ni los respetos humanos, ni las pasiones, ni ésta carne que se rebela, ni la soberbia, ni… la soledad.
            Un cristiano nunca está solo. Si te sientes abandonado es porque no quieres mirar a ese Cristo que pasa tan cerca… quizá con la Cruz.

            Dios mío, gracias, gracias por todo: por lo que me contraría, por lo que no entiendo, por lo que me hace sufrir. Los golpes son necesarios para arrancar lo que sobra del gran bloque de mármol. Así esculpe Dios en las almas la imagen de su Hijo. ¡Qué detalle Señor, has tenido conmigo! ¡Qué delicadeza la tuya!

            Cuando los cristianos lo pasamos mal, es porque no le damos a ésta vida todo su sentido divino. Donde la mano siente el pinchazo de las espinas, los ojos descubren un ramo de rosas espléndidas, llenas de aroma.

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